viernes, 13 de mayo de 2011

Por quién vale la pena vivir

Echada en una cama, conectada a tantos cables que ya no quería ni contarlos, miraba por la ventana ocasionalmente, esperando que llegase el momento que llegáse él. No podía decir que sentía la brisa, pero la veía por la ventana. Añoraba los momentos en los cuales podía asomarse por una y sentir todo el aire fresco surtirle el pelo largo. Largo. Y sentir su rostro no tan lánguido, ruborizarse y sonreir. Esas cosas simples de la vida la hacían sonreir.

Miró hacia las paredes de purito blanco, y hacia la puerta grande, de alas batientes. No tenía relojes en su cuarto porque antes había tenido ataques de ansiedad, pero se las había arreglado para calcular la hora mirando la sombra de los aparatos de su cuarto. Especialmente del respirador y del que marcaba su tensión. Ya habían pasado un poquito de las tres, y él siempre venía de a las tres. Sintió sus dientes chocar, morderse y remorderse. No le gustaba el silencio después de las tres.

Vio nuevamente por la ventana, se empujó un poco y sus ojos se cerrraron rápidamente, hizo un gesto feo. Vio el estacionamiento y  buscando el viejo Mustang verde que siempre parcaba ahí, en el mismo lugar. Contó hasta diez, tamboreteando con los dedos, mientras su brazo en el que se sostenía comenzaba a temblar. Volvió a hacer un mal gesto, abrió, cerro, volvió a cerra y volvió a abrir los ojos y lo vio, estaba entrando el Mustang. Se dejó caer despansurrada sobre la cama, y sintió como el aparato de tensión daba de alaridos avisores. Respiró agitada.

Jaló un poco el cateter de su mano derecha y apagó la máquina en un botoncito escondido. Ja! ellos creen que yo no se de estas cosas, se dijo sintiéndose astuta. Su pecho subía y bajaba, aún sobre-esforzada. Recordó el Mustang y volvió a jalar el cateter para poder estirar sus brazos, buscaba un espejito que le regalo una amiga -no tan buena quizás- sobre una mesita blanca, al costado izquierdo. Lo alcanzó a duras penas.

Comenzó a mirarse, sus ojos estaban morados y su piel muy pálida. -Bueno, yo nunca quise broncearme- se alentó. Se masajeó la zona de los ojos y se pelliscó las mejillas para colorearlas un poco. Se acomodó el gorrito de lana estrategicamente sobre la calva cabeza. Comenzó a escuchar pasos apresurados. Escondió el espejito tras su almohada.

-¡Hola!- Entro con su clásica camisa blanca y su pantalón negro, sus zapatos de vestir y su presurosa forma de ser. -Lamento tanto mi tardanza es que mi jefe es un idiota, y mi familia también es un estorbo- Sonrió ampliamente, ella respondió con un poco menos de entusiasmo. -Hay, no digas esas cosas feas, solo di que llegaste tarde- Él bajó los barandales de la cama de ella y se sentó a su costado. -Los chicos te mandan muchos saludos, dicen que quieren venir a verte- Tomó su mano, -¡Ay, pero que fría que estas!- -Ya deberías de haberte acostumbrado, tonto, cuando uno esta enfermo todo se malogra, hasta la temperatura!- Dijo quitándole la mano con rapidez.

-Y no quiero que venga nadie, ya me visitas tú, eso basta.- Se sostuvo las manos en el pecho, mirándo directamente hacia él. -Pues bueno, pero se resentirán contigo- Levantó las manos frente a él como no haciendole caso -Bueno, no serán los primeros- Ella, miró a otro lado, su rostro se torno un tanto más pálido y el débil rosado que había conseguido en sus mejillas, desapareció.

Se quedaron en silencio un rato, ella cruzó los brazos sobre su pecho plano y él se paró a mirar su carro. -Te traje esto- Le tiró desde la distancia, un bom-bom de chocolate. No había visto un chocolate desde hacía veinte años. Lo tomó entre sus manos y papardeó repetitivamente, luego lo miró con los ojos muy abiertos. -¿Por qué me das esto? Sabes que no puedo...-

Giró el rostro para verla de reojo -Estas demasiado enferma, ¿no? Todo se malogra, esto no te puede hacer mucho peor- Ella lo miró sorprendida, abrió lentamente el bom-bom y comenzó a llorar.

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